Sobre Anne Perrier
por Rafael-José Díaz
Hace aproximadamente dos años, en Saxon, un pequeño pueblo suizo, en el cantón de Valais, tuvo lugar un hecho que pasó desapercibido para casi todo el mundo. En una residencia geriátrica, afectada desde hacía años por una enfermedad neurodegenerativa, fallecía una anciana de apariencia bondadosa, cuya sonrisa, a pesar del sufrimiento padecido en sus últimos años, no se le había borrado del rostro, como si recordara los momentos felices o como si, aun habiéndolos olvidado, siguieran nutriendo de algún modo su cerebro dañado. Ese acontecimiento que pasó desapercibido para casi todo el mundo, la muerte de la poeta Anne Perrier, nacida en 1922, significó muy poco para su fortuna literaria, pues su poesía está escrita desde un costado tan apartado de la vida que para quienes llevaban leyéndola desde hacía cincuenta años y no la habían tratado en persona resultaba irrelevante que siguiera viva o no, es más, su paso por el mundo había sido tan discreto, tan invisible, que parecía no haber mucha diferencia, en su caso, entre la vida y la muerte. La muerte de Anne Perrier, quiero decir, no supuso apenas variación para el legado literario de Anne Perrier, que parecía haber emprendido una vida propia desde hacía muchísimos años.
Su marido, el editor Jean Hutter, había muerto una década antes, en 2007, y quizá fue ese el último gran acontecimiento en la vida de alguien poco acostumbrado a los grandes acontecimientos, al menos tal y como habitualmente entendemos esta palabra. Que los poetas no tengan biografía porque su obra es su biografía, como quería Pessoa, es algo que en el caso de Anne Perrier cabría matizar hasta el punto de poder afirmar que en su caso es la obra la que funda la biografía. Los acontecimientos lo son porque el lenguaje los crea. Haber regresado al silencio que nunca abandonó convierte la obra entera de la poeta Anne Perrier, sus trece libros de poemas, en el trasunto de un viaje a través de espacios vacíos que las palabras van llenando, una especie de permanente comunión con la nada, que es al mismo tiempo el instante y que no deja nunca de ser el afuera incorporado, la sensación, el alborozo más íntimos ante lo que para cualquiera de nosotros sería una nimiedad, una bagatela, lo más insignificante del mundo. Habría, por lo tanto, que resignificar en este caso la palabra acontecimiento, sustraerle todo lo que pueda tener de solemne, de importante, de externo o de exitoso, para contemplarla bajo el prisma de la sencillez luminosa, el gesto imperceptible, el ruido sordo, las memorias vanas y los delgadísimos dedos con que nos toca la realidad en cada momento. Ahí, en ese espectro de lo minúsculo y lo inatendido, en la trastienda de lo visible, se esconde lo que de verdad importa. ¿Por qué, podríamos preguntarnos, igual que lo hacemos en el caso de los poetas místicos, decidió Anne Perrier, durante más de cincuenta años, componer sus etéreos poemas en vez de regalarle al silencio lo que del silencio obtuvo? ¿Acaso este tipo de poetas escribe al dictado, cumpliendo algún tipo de órdenes misteriosas, sin ser plenamente consciente de su tarea, incluso como si asumieran su condición de médiums de alguna voz exterior a la propia? ¿O hay, en cambio, mucha más voluntad, mucho más tesón del que nos imaginamos? Sería bueno escuchar lo que la propia Anne Perrier afirmó en una de las pocas entrevistas que concedió: «El poema se hace siempre en el interior, e incluso si vuelvo sobre él y lo corrijo, lo hago siempre “en mi cabeza”. Hay poemas que he corregido mucho, pero siempre dentro de mí. Es así como los oigo y los veo al mismo tiempo. Esto se debe tal vez, en parte, al hecho de que empecé a escribir muy pronto, en casa de mis padres, y como no me tomaban demasiado en serio, me escondía, no quería que me vieran escribir y entonces interiorizaba mis poemas». Al leer estas declaraciones, uno no puede dejar de pensar en Juan de la Cruz y su encarcelamiento en el convento de los carmelitas de Toledo: en cómo compuso allí mentalmente el Cántico espiritual, en cómo lo memorizó, en cómo lo cantaba para consolarse.
Son muy pocos los datos relevantes que cabe extraer de una vida como la de Anne Perrier, que transcurrió casi toda en su ciudad natal, Lausana, excepto los años finales pasados en el geriátrico del Valais y una serie de viajes trascendentales en busca de lo que la propia autora llamó en la citada entrevista una especie de «espiritualización» de la luz. Esos viajes a la Grecia continental, a Creta y al Norte de África, sobre todo, marcarán sus poemas en tanto que la luz buscada encarnará en la desnudez y transparencia de las palabras. Si nos remontamos a los años de juventud, nos encontramos con una Anne Perrier estudiante en un liceo de Lausana, apasionada ya por la poesía, pero también por la música. Durante un tiempo dudará entre ambas pasiones, y la música quedará finalmente como una compañía cotidiana, incorporada en cierta forma a la fragilidad de la dicción y a un sentido especial para la escucha, lo que llevará a Philippe Jaccottet, en un ensayo fundamental sobre nuestra autora, a llamarla l’écouteuse, à l’écart, expresión que tiene algo de intraducible en nuestra lengua, aunque podríamos ensayar la versión «la que escucha apartada». La tradición en la que Perrier se forma y en la que empieza a escribir sus primeros versos es la del alejandrino francés, iniciado por Ronsard y llevado a la perfección por Racine, suntuoso y complejo, elevado y ostentoso. Influida sobre todo por este último autor, escribirá tanto y tan bien en esa época de la adolescencia que, con dieciséis años, su profesor de francés anunciará en clase: «La señorita Perrier será poeta». Ya en los primeros libros publicados por Anne Perrier, Selon la nuit [Según la noche] y Pour un vitrail [Para una vidriera], de comienzos de los años 50, nos encontramos con un verso libre que se irá adelgazando con el paso del tiempo hasta que en el que podría considerarse su primer gran libro, Le petit pré [El pequeño prado], de 1960, el verso breve, dúctil, sin signos de puntuación, con las mayúsculas al inicio de cada verso, se convertirá en una de sus señas de identidad.
Si importante fue para Anne Perrier su matrimonio a los 25 años con Jean Hutter, destacado editor a través del cual conocerá más tarde a grandes escritores de la Suiza francófona (Maurice Chappaz, Philippe Jaccottet o Jacques Chessex), no será menor la importancia que tendrá unos años después, en 1952, su conversión al catolicismo. Perrier, nacida en una familia agnóstica y criada en un entorno protestante, conoce ese año a Charles Journet, gran teólogo y futuro cardenal, que a su vez la pondrá en contacto con Jacques Maritain, el gran filósofo cristiano francés. Muy lejos, sin embargo, de la tradición de poetas católicos como Paul Claudel o Charles Peguy, de su aliento arrebatado y solemne, la poesía de Perrier no es nunca una poesía confesional y parece concebida como un diálogo íntimo y secreto con la propia vida.
Qué duda cabe de que la experiencia de la maternidad debió de haber sido fundamental para Anne Perrier. Sin embargo, sus dos hijos, que con el paso del tiempo se convertirán en periodista y biólogo, no aparecen nunca de modo explícito en su obra. Veremos más adelante de qué modo tan sutil y tan intenso trató Perrier el tema de la maternidad en uno de sus poemas. Más determinante será para su poesía la relación amistosa que mantendrá en los años 60 con Cristovam Pavia, un poeta portugués al que nunca conocerá en persona y con el que mantendrá correspondencia hasta el momento del suicidio de él, en 1968. La desaparición del amigo lejano, del alma gemela, ocurrida tras un proceso de sufrimiento y progresiva autodestrucción, sumirá a Anne Perrier en una tristeza inconsolable fruto de la cual es el bellísimo libro Lettres perdues [Cartas perdidas], dedicado a Pavia. Se trata de un diálogo póstumo e imposible, una exploración de la complicidad espiritual ahora ya arrasada para siempre. Poemas como este pueden leerse en el libro:
Nada sé ya de ti
Las empalizadas del cielo
Guardan bien su secreto
Si les pregunto a las estrellas
Cierran los ojos
¿Dónde están los jardines profundos
Y frescos que buscábamos
En los linderos perdidos de la infancia?
Quizá haya sido la muerte de Cristovam Pavia uno de los grandes acontecimientos de la vida de Perrier. La muerte de alguien a quien no conocía, pero a quien sentía como «el hermano de cristal, el compañero de eternidad». Como si las almas pudieran encontrarse más allá del tiempo y del espacio, en la misteriosa navegación de la poesía, en el secreto de las infancias perdidas y la morosidad de los bosques perfumados./br>
Si descontamos la muerte de su marido en 2007, no se conocen, a partir del suicidio de Pavia en 1968, otros acontecimientos, al menos en el sentido habitual de esta palabra, en la vida de Perrier. Los libros que se suceden dan testimonio, en cambio, de esa intensidad de la vida interior, no proyectada en sucesos visibles o públicos, sino reconcentrada cada vez más hacia dentro. Tras la tristeza y el abatimiento contenidos en Lettres perdues, en 1975 publica Feu les oiseaux [Fuego los pájaros], libro compuesto por sesenta poemas brevísimos, todos de tres versos, parecidos a haikus pero sin serlo, en los que la pasión combustiva y unitaria de Perrier se centra en la naturaleza más marginal, irrelevante o inmediata: flores, pájaros, raíces, hierba, insectos, arenas, estrellas, el silencio, la claridad, el verano. Cualquiera de estos poemas es una joya que resplandece si se sabe guardar cerca del corazón. Su aparente sencillez guarda toda la complejidad del instante redimido, extático por sobreabundancia de luz, íntegro en su milagrosa evasión del tiempo. Es necesario entrar en cada poema con los pies descalzos, moverse en su interior lo más silenciosamente posible, salir de él bendecido por una transparencia que no parece de este mundo. Veamos unos pocos poemas:
El ala de un ángel
En mi ventana oscura
Nieve
El alma ahí fuera los trigos la perdiz
Esa piedra
Que cae
En una tumba si la abriera
Encontraría
El azul del cielo
El viento algunas bayas muertas
Un granizo de mariposas frías
Lo que queda al final del día
Lo deslumbrante me lleva
A mí
Que llevo siempre sombra
A vosotros que ya no iluminaréis
La tierra antorchas apagadas os mendigo
El fuego
Entre la publicación de Feu les oiseaux y su siguiente libro pasaron siete años en los que, según ha confesado Anne Perrier, no escribió nada. Su singular proceso de escritura podría compararse a la lenta maduración de un fruto. No hay en ella angustia ni combate, ha dicho, sino que simplemente responde sólo cuando la escritura la llama.
No resultará extraño, me parece, que el libro que publicará tras tantos años en silencio tome como emblema una de las figuras más enigmáticas y ambiguas de la literatura universal. Le livre d’Ophélie [El libro de Ofelia], publicado en 1979, recuerda ya desde la cita inicial del Hamlet que la pobre Ofelia cantaba «tonadas» antes de morir. No resulta evidente, como no lo es en la obra de Shakespeare, que la muerte de la joven se trate únicamente de un suicidio, ni tampoco de un mero accidente, sino que Ofelia parece querer adentrarse en los límites entre la vida y la muerte. «Vivir es un reino frágil», dice Perrier en uno de estos poemas, pero a su vez esa fragilidad es fascinante porque colinda con otro reino, acaso no menos frágil, que nos perturba y fascina como los recintos prohibidos. Ofelia no parece muerta sobre las aguas, sino dormida. En su sueño conversa con los manantiales y las rocas, con las plantas y los peces, en un diálogo que difícilmente podemos entender salvo que hayamos aprendido el lenguaje de las aguas, la fluidez de lo que brota en el instante mismo de su desaparición. «Muero de una caída infinita / En el agua del cielo». Estos versos revelan con precisión y del modo más enigmático posible la inversión que acontece en la muerte de Ofelia: su muerte es una caída y a la vez una ascensión, el agua es al mismo tiempo el cielo y ese proceso de ósmosis entre el cuerpo y el cielo de agua es infinito, no termina nunca y traspasa las fronteras temporales. Anne Perrier, adoptando la voz de Ofelia, se despide en este libro de la vida, pero esa despedida es un paso infinito en los jardines de la revelación. Todo, al borde de su desaparición, revela su auténtica presencia, su alma, su enigma, su ser verdadero. Y el poeta, que es, en cierto modo, como el último mohicano, sufre en el desierto del mundo la desesperación de no ser escuchado, comprendido. Esta soledad, que es quizá uno de los temas centrales de este libro, es un monstruo bifronte. «Le monde m’assassine», dice Perrier/Ofelia; al mismo tiempo, es únicamente esa soledad, la condición de ser sin ser del todo, la que otorga la mirada más lúcida sobre lo que nos rodea.
Quisiera recordar ahora un momento preciso de otra de las grandes autoras de este siglo. En la última entrevista concedida por Clarice Lispector para la televisión brasileña, el periodista, Júlio Lerner, que durante toda la emisión ha estado sacándole las palabras con cucharón a una escritora hermética, increíblemente reservada, le pregunta por el nombre de la heroína de la novela que está escribiendo en ese momento. Clarice le responde: «Não quero dizer. É segredo.» Me parece que hay escritores, que hay escritoras que necesitan guardar secretos y que incluso en su obra marcan distancias con lo innombrable. Hay una larga entrevista de tres horas que concedió Anne Perrier para una radio suiza en la que no revela ni una sola confidencia. No hay, como dijimos, apenas poemas amorosos en la obra de Perrier, ni poemas sobre sus hijos. Sin embargo, como ha destacado una de las grandes conocedoras de su obra, Jeanne-Marie Baude, la poeta suiza es capaz de universalizar la maternidad en un bellísimo poema, una especie de canción de cuna cósmica incluida en su libro Le petit pré:
Acuno al sol en mis rodillas
Él grande yo tan pequeña
Él brillante yo antracita
Acuno al sol
Él fuego yo hielo
Él el océano yo el agua que pasa
Acuno al sol en mis rodillas
Él riqueza yo pobreza
Él abundancia yo sequedad
Acuno al sol
Le digo las palabras de una madre
Que no sigue sino a su corazón
Y todas esas nadas migajas miserias
Son para él miel y dulzura
Oh bochornoso verano sujeto a mi niño sin igual
Él plenitud yo desacuerdo
Él rojo vida y yo la muerte
Acuno al sol en mis rodillas
Hay en la poesía de Anne Perrier una tensión entre la modernidad de la forma y la condición inmemorial de sus imágenes. Mediante unos fragmentos que, transcritos en notas musicales, darían piezas tan radicales como las de Satie, Morton Feldman o Frederic Mompou, la autora suiza habla de flores, abejas, leche, miel… Su mundo, tan alejado de lo que a priori nos parecería el de la modernidad poética, hizo que su obra no fuera reconocida sino tardíamente; sin embargo, ya a partir de los años 80 influye en jóvenes poetas suizos. Para comprender el carácter paradójico de su obra podríamos pensar, por ejemplo, en la Trilogía de Yusuf, las tres películas del turco Kaplanoglu tituladas respectivamente Miel, Huevo y Leche. Se trata de un cine que se remonta al paraíso de la infancia para brindar las claves de lo esencial de la vida a través de elementos simbólicos universales pero al mismo tiempo materiales, concretos, íntimos. Algo similar ocurre en la poesía de Perrier: su concreción es sinónimo de espiritualidad universal. Veamos un ejemplo:
Este es mi lugar
Para la eternidad
Una pequeña silla de paja
El silencio y el verano
Un muro que el cielo ha agrietado
Como una calle
Y mi alma que se acostumbra
A decir tú
Hasta aquí el poema de Anne Perrier. Fue este uno de los primeros que traduje, allá por 2010, cuando, gracias a la poeta José-Flore Tappy y a la crítica Marion Graf, leí en Looren la antología que de la poesía suiza francófona preparó Philippe Jaccottet para una editorial alemana que la publicó en edición bilingüe. Este poema era uno de los incluidos en el libro y, junto con otros tres, lo publiqué traducido en mi blog –que tenía por entonces un año de vida–. El poeta salmantino Carlos Medrano, residente en Mallorca, leyó el post y quedó fascinado con la figura de Perrier, hasta el punto de que escribió una paráfrasis del poema que acabo de citar. Es un texto en el que hace con el poema de Perrier lo que ella hace con el mundo: exprime su esencia, bucea hasta su fondo, atomiza la forma para que lo dicho estalle en una espiral de silencio y emoción. Dice así el poema de Carlos Medrano:
Para la eternidad,
una silla pequeña
y el calor de una calle
en la que mi alma ha aprendido
a decir tú.
La poesía de Anne Perrier, dijimos antes, no ha sido el testimonio de una creencia, de su fe católica; sin embargo, se ha visto imbuida, incluso de un modo inconsciente, por las vivencias interiores de la autora. No hay confidencias, pero sí experiencia, una experiencia trascendida, diríamos, transformada en posibilidad o aspiración espiritual. En varias ocasiones ha citado la poeta suiza el dictum de Paul Valéry que reza: «La poesía debería ser el paraíso del lenguaje». Y, de algún modo, toda su poesía constituye un mundo alternativo al nuestro, un mundo en el que los opuestos ya no colisionan, en el que luz y oscuridad no se solapan la una a la otra, un mundo en el que el tiempo ha muerto, como indica el título de uno de sus libros. Un lugar, por tanto, donde vivir apartado de este mundo. Un paraíso. Una pequeña capilla de quietud. El jardín o la habitación de Emily Dickinson, autora con quien con razón se la ha relacionado. Un cementerio repleto de vida.
Un cementerio… o un desierto. En Le Livre des déserts. Itinéraires Scientifiques, Littéraires et Spirituels, amplia monografía sobre los desiertos publicada bajo la dirección de Bruno Doucey (sin traducción aún al español), se incluyen dos poemas de Anne Perrier pertenecientes a uno de sus libros más admirados: La voie nomade, de 1986. La vía nómada es el camino del desierto interior, el de un viaje sin principio ni fin a través de todas las heridas. Si el primer verso del primer poemario de Perrier reclamaba en un tono casi bíblico: «Dejad que mis paisajes vengan a mí», ahora es Anne Perrier la que se pone en camino hacia el interior de todos los paisajes tras «romper las amarras». Leámosla:
Oh romper las amarras
Partir partir
No soy de los que se quedan
La casa el jardín tan queridos
Nunca están detrás sino delante
En la espléndida bruma
Desconocida
Es el primer poema de la La vía nómada. Lo que se desvela a partir de esta baudelairiana «invitación al viaje» es un proceso de revelación que, a diferencia del agua mortal en la que se disolvía Ofelia, se produce en la vastedad de unas arenas que bien podrían ser tanto exteriores como interiores. La ambigüedad de Perrier en este sentido es siempre ejemplar. Nunca sabremos si los extravíos, las iluminaciones, los éxtasis, los oasis, las gacelas, las dunas, los cielos, las tumbas y las arpas de las que habla este libro son presencias físicas que se incorporaron al poema a partir de experiencias reales o símbolos encarnados de las visiones interiores, casi místicas, de la autora. ¿Acaso importa gran cosa si se trata de lo uno o de lo otro? Leámosla de nuevo:
Si me extravío
Oh que sea al mediodía
Y en medio de relumbrantes
Dunas sus cúpulas de canela
Y su huida dorada
De gacelas
Quizá el último gran acontecimiento en la vida de Anne Perrier, acontecimiento que, esta vez sí, correspondió a lo que por tal entendemos habitualmente, fue la concesión en 2012 del Gran Premio Nacional de la Poesía concedido por el Ministerio de Cultura francés. Se trata de un galardón de curiosa trayectoria, pues fue instituido en 1981 por el entonces ministro de cultura, Jack Lang, y concedido hasta 1998, en que desapareció para integrarse en el Gran Premio Nacional de las Letras. La lista de premiados en esos años fue ciertamente prestigiosa; bastará con que lea algunos nombres: Francis Ponge, Aimé Césaire, André du Bouchet, Eugène Guillevic, Edmond Jabès, Jacques Dupin, Michel Deguy, Jacques Roubaud, Bernard Noël, Yves Bonnefoy, Lorand Gaspar, Philippe Jaccottet. Este último, por cierto, era el único autor suizo que lo recibía hasta que en 2012 el ministro de Cultura nombrado por Sarkozy, Frédéric Mitterrand, sobrino, como es sabido, de François Mitterrand, decidió recuperar el premio. Ese año, de forma sin duda sorprendente, lo ganó una autora bastante desconocida en Francia, como, por otra parte, lo es también casi toda la literatura suiza de lengua francesa. Hablamos, claro, de Anne Perrier. La distinción supuso el reconocimiento definitivo de una trayectoria impecable, pero es que, además, se trataba de la primera mujer que ganaba el premio. A día de hoy sigue siendo la única, lo que resulta, cuando menos, asombroso, por no decir profundamente injusto.
Anne Perrier no pudo acudir entonces a la entrega del premio. Se encontraba ya afectada por la enfermedad neurodegenerativa que acabaría terminando con su vida cinco años después. Fue su nieta la que la representó en aquel acto, lo que me hace recordar que fue también el nieto de Nicanor Parra, el gran poeta chileno, quien lo representó en la entrega del Premio Cervantes en 2011, sólo un año antes. Los nietos leyendo los poemas de sus abuelos: he ahí una imagen que alberga un poco de esperanza para este mundo de tintes apocalípticos que nos ha tocado vivir. |